29/6/14

La soledad es un hombre en una casa vacía delante de un televisor. Pasa canales con el mando buscando su propia voz, o un espejo. Pregunta a los que ve: un granjero en Camberra que se aleja con su ganado, una mujer que hace tartas pero está triste, alguien que grita en un disfraz de pájaro que vuela por el cielo mientras la tierra parece un rompecabezas razonable. A cada salto, el hombre pierde un órgano, una señal. Nadie quiere saber nada de él. Es un hombre saltando charcos conectados por un hilo de oro. Se cuela en la escena de un oficial alemán con la cara ensangrentada. Tirado en el suelo quiere alcanzar su pistola con la mano. No queda claro si es para matarle o para matarse. Un soldado americano le mira igual que el hombre mira la pantalla. Fuera parece llover, aunque sea una máquina, una ducha rectangular, un artefacto grotesco como cualquier mentira. Con la puntera de la bota le aparta el arma mientras el alemán muere. Se reconoce en su soledad. ¿Cómo hay que mirar a alguien que va a morir? La pregunta resulta estúpida. Tendría que decir: ¿cómo deberíamos mirarnos todos, unos a otros, en todas las situaciones? El pulgar derecho del hombre vuelve a presionar el signo + del mando, sus piernas se arquean en el aire a una velocidad irreal con la esperanza de encontrarse en el siguiente charco.

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