10/6/14

La libertad pesa tanto que preferimos dársela a otros para que nos la guarden en depósito y nos la administren como si fuese una medicina y ellos nuestras madres. Así lo hacemos en lo grande y en lo pequeño, esperando consejo sobre el color de la ropa que compramos o delegando en otros la capacidad de hacer las leyes que nos gobiernan y dicen: “lo que hiciste ayer se llama asesinato y deberás pagar con tu vida por ello”, o cosas que aún no sabemos y que nos harán desdichados o felices y tan libres o esclavos de nuestros actos como ese rey de Babilonia que recibió el encargo de Samash para confeccionar una ristra de normas con las que tutelar la coreografía del mundo, el baile de los hombres y sus decisiones. Hammurabi, aceptándolo, inauguró la libertad sin saberlo. La pereza de Samash, dios sol, divinidad justa, le diría al rey: “que todo esto caiga sobre ti porque mi ánimo está seco y mis manos quieren dedicarse a otras cosas que no a la redacción de las pautas que preserven vuestro linaje.” Antes de la llegada de Hammurabi al poder, eran los sacerdotes los que ejercían como jueces, pero el monarca de la barba poliédrica estableció que fueran sus propios funcionarios quienes realizaran este trabajo, mermando así el poder de estos y fortaleciendo el suyo propio. A consecuencia de ese juego de flechas que a medio camino regresan a los que las dispararon, las leyes muestran los mismos vacíos que las personas, ya que son estas, sin saberlo, las que acaban fabricándolas a su medida para defenderse de la libertad.