29/6/14

Gazpacho, pan y cuatro melocotones. La bolsa en la que lo lleva se balancea a consecuencia de la física, un péndulo que le acompaña como una mascota. Atraviesa calles empedradas y flores cuyo nombre desconoce. Tampoco sabría denominar los materiales con los que están hechas las casas, pero están allí, ordenados, esperando su paso, midiendo la resistencia de los demás cuerpos como si la vida fuese una carrera. Sabe que lleva gazpacho, pan y cuatro melocotones en la bolsa, pero no es capaz de describir el misterio. Sus piernas andan solas. No es el capataz de su cuerpo. La luz del sol es agradable y combina con el color del cielo. Reconoce el mérito. Tiene sangre, órganos que no logra imaginar, combustiones periódicas que le acercan al mecanismo de los transatlánticos. Pero sus palabras no alcanzan la destreza para explicarle porqué, ni cómo, ni cuál es la misión de sus pasos. Lo que siente de camino a casa es misterioso y a la vez rudimentario. Si la sangre celebrara su día internacional o alguna fiesta reseñable, sería más fácil. Él mismo ayudaría con los adornos, colgaría bombillas en las arterias principales, admiraría su existencia subido a una escalera de mano y comprendería por fin la belleza de lo que ve. Lo malo es que escribe de oídas, habla de acontecimientos legendarios que nadie puede certificar. Habla de lo oscuro por boca de una serpiente disecada. Llega a casa, deja la bolsa sobre la encimera, abre el frigorífico y mete la fruta en el cajón. Antes de cerrarlo pasa los dedos por la piel de un melocotón, no se trata de una caricia, en su cabeza lo asocia a quien toca el rostro de un muerto con todo el respeto y la extrañeza de que es capaz.

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