2/6/14

Felipe tiene un año menos que yo. Me da la impresión que su infancia fue un día muy largo de primera comunión, o por lo menos así me lo parecía cuando le veía siempre por la tele con un traje similar al que llevé yo ese día. Los botones dorados de mi chaqueta tenían anclas en relieve. Siempre me he preguntado qué sentido tendría todo aquello, más cuando en mi familia no ha habido más tradición marinera que la de pasar casi todos los veranos en Gandía. ¿Qué puede pensar un niño obligado a vestir siempre como manda la ocasión? Felipe creció. Lo hizo, alternativamente, subido a un avión, a bordo de una fragata, en un aula de Estados Unidos y vestido con diferentes trajes y uniformes. El armario de un príncipe debe ser prodigioso. Sorprende que en el mismo espacio haya lugar para tantas aventuras y personajes. Un armario-novela, muy alejado del que tuvimos el resto de sus coetáneos, que se limitaba a la ropa de todos los días y a una chaqueta azul marino cruzada para las grandes ocasiones, a juego con una corbata con goma que tenía el nudo hecho. La película se podría llamar Gente que nació en España a finales de los sesenta y que ahora anda un poco perdida; aunque visto en perspectiva se parezca cada vez más a una de esas gruesas obras de Galdós. El tiempo no perdona y acaba escribiéndolo todo igual. Ahora Felipe tiene las sienes plateadas. Hay tangos que lo llaman las nieves del tiempo, una imagen al filo de la cursilería pero que ilustra a la perfección el inexorable gráfico de la vida. A Felipe le van a poner una corona que pesa mucho. Ojalá encuentre el traje apropiado para soportarla con honor. En cuestión de coronas y cruces todos debemos aprender a llevar las nuestras con lo que buenamente tengamos en el armario.