18/6/14

A los veinte años, cuando trababa de imaginar qué aspecto tendría pasados otros veinte o quizá muchos más, me veía, no sé por qué, caminando por una calle ancha paralela a la que viven mis padres. Por dentro era el mismo que en ese momento imaginaba, sólo cambiaba el exterior: tenía el pelo blanco y una barba demasiado cuidada, tan perfecta que resultaba impropia de mí, como robada a otro actor que tuvo la mala suerte de pasar por allí y a quien se la arrebaté con violencia al creer que en ello me iba la vida. Recordándolo ahora, viendo ese plano de mí mismo subiendo la calle arbolada y en sombra a la espalda del edificio del Ministerio, pienso que la vida es una colección de imágenes incomprensibles llenas de actores y figurantes de uno mismo que se suplantan y se cruzan con el real intentando decirle algo. Este les mira sorprendido, según las épocas, o simplemente cansado de tanta especulación, pero incapaz de trascender el mensaje. Es evidente que el actor caracterizado de hombre maduro que vi no se corresponde con el que soy. ¿Dónde estará el farsante, el que pensaba que el tiempo es una pasarela parecida a las que se utilizan para mostrar lo que se llevará la próxima temporada? Debería bajar en persona esa calle de nuevo para pedir explicaciones: un ciudadano más en uso de su derecho a réplica sobre todos esos otros que se supone que ha sido.

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