18/5/14

Una casa al borde del precipicio. Crecerán flores por dentro. Tendré toda la paz que se puede tener al borde de un precipicio. Leeré lo que me falta de Sebald, y cuando acabe volveré a leerlo todo. Asomado a la pequeña terraza escucharé lo que los reyes persas de la Antigüedad escuchaban antes de las batallas: la muerte en el estómago dando patadas para salir: sus uñas rasgando las vísceras y después lo que nos cuece dentro saliendo despacio. No hay solemnidad en la muerte. En mi casa al borde del precipicio entenderé por fin el arte. Todo el arte. No hará falta masticar enciclopedias. Vendrá a mí en vuelo privado, planeando entre los mosquitos del abismo y las avispas que trabajen entre las flores silvestres. Podré cerrar los ojos. No llegarán noticias de ningún lado. Ese será mi premio a una vida dedicada a escuchar. Ninguna voz. Ningún nada. Se parecerá tanto al cielo de todas las Biblias escritas hasta la fecha que tendré que disimular mi alegría dando la vuelta a los espejos. Una casa al borde del precipicio siempre es el comienzo de algo que antes no existía. No te mientas. Existía. Culpa a tu poca vista, a tu cobarde hipermetropía angelical que ponía sus límites al mundo. Cartas marcadas. Pero ahora vives aquí. Vivo aquí, es cierto. Las flores se reproducen a su arbitrio por las paredes. Las del techo parecen hermosas aunque no sepamos su nombre. Ellas tampoco saben el mío, el nuestro, el de nadie, y siguen existiendo. Las leyes del precipicio dicen que debe ser así.