31/5/14

Todas las infancias son iguales y todas son, y fueron, construidas en lo hipotético, o al menos eso parece al ser contadas y después reconstruidas tantas veces que las narraciones sucesivas acaban creando otra realidad que es la que al final manda. A este pensamiento no se llega solo. Se accede con la ayuda de otros que escribieron y cortésmente nos tendieron su cuerda suspendida de un árbol en la selva. Lo hablaba con Alan Pauls nada más desayunar mientras cortaba por la mitad un panecillo redondo de Mercadona que por fuera imita vagamente a las hogazas tradicionales pero por dentro mantiene la ferocidad del progreso y su naturaleza industrial. Nuestras obras se nos acaban pareciendo. Impregnamos el insoportable fariseísmo de la existencia en lo que nos rodea porque así no parece nuestra culpa ni se ve tanto la mancha. Mientras el cuchillo repartía equitativamente la margarina (qué leve y oportuno sería un mundo de pan) pensaba en la llamada que ejercen ciertos libros. De nada vale meterse en una historia sin ser llamado. Esos libros no interesan. A una novela se entra invitado por el rumor al oído de otro que promete desvelar asuntos pasados, valiosos no por el chismorreo argumental sino por constituir pruebas para la existencia. Todas las infancias de los escritores son iguales. El rasero del dolor luminoso, invicto aun por la amargura pero manoseado ya por el porvenir de todas las tormentas.