24/5/14

Tendemos a medir el trascurso de la vida sobre una línea recta. De izquierda a derecha. Quizá sea una emulación del horizonte. Pura envidia de algo inalcanzable. Así representamos el tiempo. Es largo. Se hace tan largo, a pesar de las canciones, que de vez en cuando nos paramos y decimos algo. Algo que sólo nosotros escuchamos. Esa línea recta es en realidad la antítesis de lo sucedido. Ninguna vida se comporta así. La representación no tiene en cuenta las curvas, las caídas o los retrocesos. Pero nos gusta creer que su mecanismo es lógico. Necesitamos cierta geometría a la hora de ubicarnos. Eliot decía que la vida es larga. También podemos leer a otros que aseguran lo contrario. Nadie dice la verdad. La única medición oficial es la propia. A veces me despierto a medianoche y veo mi línea dibujada en el techo del dormitorio. La luz que entra por la ventana hace que la escena no sea macabra. Cualquier resplandor nocturno acaba siendo azulado. Esta afirmación hace que las líneas vitales que saltan a mi vista recuerden a un amanecer antártico. Traspasada cierta edad desaparece el ruido. Debe ser que la travesía se realiza en un barco. Puede ser. Mi línea atraviesa un mar helado. Estoy tranquilo. Hace mucho que no leo a Eliot, pero hubo una época en que me comía sus versos. La voracidad siempre lleva escondida la arrogancia. Me gustaría que mis manos llegasen al techo para recorrer con el dedo la superficie del mar. O para borrarla. Borrarlo todo y comenzar a contar la verdad. La línea de derrota sería más franca. Explorador perdido manda mensaje al mundo: estoy tocando mi vida.