31/5/14

Pero también el dolor es un reclamo para ser admirado, porque al amor se le pueden acabar las excusas pero nunca la sed, inagotable y enfermiza como la voluntad de soplar una bandera hasta que ondee. Tu virtud era ser un niño de cera que atisbaba golondrinas sobre un convento, velódromo de aves chillonas que aprovechaban las curvas peraltadas del viento para no salirse del mundo. De los matices del tiempo se encargaba el reloj de la torre gótica y el silencio. Las ceremonias que tuviesen lugar dentro no te incumbían. Ahora es igual. El desapego no ha cambiado: ha crecido. De los días en que el dolor era una plataforma socializadora quedan algunas fotos que se comportan como el chico de la tienda que traía la comida a casa: mirada al suelo, respiración fuerte y la avaricia cerrándole la mano para que las monedas no escapasen. En los tambores de detergente venían coches en miniatura. Dixan. Colón. Esos nombres sobreviven pero usurparon otros cuerpos. Tu mano exploraba el granulado blanquecino mezclado con partículas azules que pronto señalaste como responsables de la limpieza. Las otras venían de relleno como tantas otras cosas que desde esa época has tenido que remover en silencio buscando recompensas en miniatura que la mayoría de veces no fuiste capaz de encontrar. El dolor era un rehén encendido que sujetabas contra tu pecho. Cuántas novelas románticas empezarían así y después, caramelizadas las palabras, rodarían montaña abajo en busca de admiradores. Resulta repugnante comprender ciertas cosas. Dolor adiestrado ante médicos de cabecera de tos ronca y manos que olían a tabaco. Dolor perfeccionado a base de litros y litros de soledad. ¿Tan necesaria fue? Es como preguntarle al mar por las olas.