12/5/14

Hoy te veía en la exhibición de gimnasia rítmica y pensaba: la única tragedia humana es el tiempo. La muerte es una consecuencia, sí, incluso un drama para los que la sufren y siguen con vida después de que ese otro alguien ya no esté. Pero el tiempo es la gran tragedia. El hecho de que esté tan cerca y sea invisible no le hace menos cruel; al revés, los ejércitos que atacan de noche son los más sanguinarios. Más o menos es lo que sentía al verte hacer tus ejercicios con el aro y ese maillot negro junto a otras como tú que estarían ausentes de estos pensamientos que llegan un día y ya no se van. El otro día te hice esta fotografía en el salón. Ahora la veo y me doy cuenta de que es una de tus primeras imágenes fuera de la infancia, la primera estación que ya has abandonado de camino a todas las demás. A tus años el tiempo no existe. Es un asunto de adultos o de viejos, algo que da conversación en esas sobremesas largas llenas de pretéritos imperfectos en las que nada más acabar abandonas para no mancharte de asuntos que hacen bostezar. Yo también me levantaba nada más acabar de comer cuando tenía tu edad. Tus hijos también lo harán. Es el tiempo el que nos retira la silla y nos empuja a irnos. Es el tiempo el que me hace mirarte mientras te alejas. Hoy quedan aquí tus ojos y con ellos el teatro profundo de la mirada que me dice quién estás a punto de ser. A veces el tiempo no es tan fuerte como una de esas miradas y tiene que huir con el rabo entre las piernas. No me preguntes a dónde va. No lo sé. Pero cuando ocurre dan ganas de cantar, de encender antorchas, de mirar al cielo o de lanzar un aro dorado al aire como hacías tú esta mañana. Un aro que ya nunca más debería tocar el suelo.