12/5/14

A veces abres una puerta y ya no la puedes cerrar. La de mi cabeza se abrió en un cuarto que yo llamaba el safari. La ventaja de tener una hermana es que acabas jugando solo. Nunca caí en los inconvenientes, o no era consciente de su existencia a esa edad y sí en las voces que se multiplicaban dentro de mí pidiéndome hacer cosas, ser otro u otros muchos, crear facciones que tomaran un camino y explorasen el estrecho mundo que desde esa habitación se percibía y que se iba ensanchando a medida que se alejaban jurando no volver. Cuando viajas por tierras tan interiores te vuelves desconfiado de los que están fuera. Lo llaman timidez: se compone de una molécula de desconfianza y dos de desinterés por todo lo que no sea el zumbido en los oídos que anuncia que la nave se mueve, que todo transcurre aunque parezca quieto, miserablemente quieto bajo unas piernas cruzadas de niño. Mis imperios nacieron allí y allí aprendieron a caer. Nada de lo que vino después generó en mí tal intensidad confiada, tal impulso hacia el vértigo de no saber dónde, cuándo ni porqué. La fiesta duró poco. Tras la muerte de mi abuela vino a vivir mi abuelo con nosotros. El cuarto del safari fue desmantelado y también sus constelaciones y las capas de todas las sucesivas atmósferas que allí se crearon. Llegaron unos muebles oscuros y comenzó a triunfar la realidad. Una por una fueron calcinadas todas las fantasías de ese cuarto que daba a un patio. La penumbra ayuda siempre a que suceda todo. Pero esa vez pasó lo peor y tuve que trasladar los restos a otro lado. Ya nunca fue lo mismo. Las expediciones fueron comprimiéndose en otra órbita amaestrada que empezaba a parecerse a otros dormitorios, a otros como yo que alternaban el progreso, la electricidad y la aventura en las dosis que recomendaban en la caja. Solo en casos de emergencia regreso allí. Cada año que pasa es más difícil. Cada año más ciego y con peores músculos y recursos para la exploración. Los diferentes gobiernos posteriores han ido cercando, vallando y alisando el terreno hasta convertirlo en el plano general de una película mala. Debo cerrar los ojos con tanta fuerza para recordarlo que a veces soy incapaz de volverlos a abrir. Pero me sigo viendo todavía: una silueta tímida que arrastra sus juguetes en busca de lugares más favorables.