21/4/14

Volví a la playa en la que el verano pasado se ahogó el francés. No podía dejar de ver su cuerpo ya sin vida, rodeado de tumbonas, en un depósito improvisado para defenderlo de la curiosidad de los extraños que siempre vemos la muerte como el número final de un gran circo chino cuya carpa nos impide saber que habrá detrás. Pero ya no estaba, ninguna noticia suya y apenas las sobras secas de su recuerdo dentro de mí jugando en corro a pasa la corriente. Tuve que escarbar en la arena para llegar a esa otra estación en la que sucedió todo. El tiempo se hunde en la arena para esconderse. Así se protege de los que como yo insisten en hacer agujeros que luego no saben tapar. ¿Dónde estará el francés muerto? Cuando se ahogó llevaba puesto un bañador ceñido de color negro, una prenda de película existencialista de los años cincuenta, algo muy propio para abandonar el mundo. El agua con la que el tejido salió del mar se secó casi al mismo tiempo que su vida. La tela dejó de brillar a la vez que lo demás. Volví a la playa del francés y el francés ya no estaba. La muerte se lo llevó en su helicóptero privado, no a Francia sino al lugar donde amontona los cuerpos. Lo pondría en el de los bañistas: cadáveres semidesnudos que olerán ya siempre a mar, un inquietante reclamo para las gaviotas que, posadas en la montaña humana, abren su envergadura para marcar el territorio. ¿Dónde me pondrá a mí cuando llegue la hora? ¿Dónde nos pondrá a todos los que andamos ahora por aquí expuestos a la minuciosidad del dolor y a los destellos sinuosos de nuestros descubrimientos? Seguro que el mío acabará en el montón de los indecisos o en el de los callados o en el de los que no supieron darlo todo a tiempo. Infinitas hileras de cuerpos catalogados por la muerte. Y al fondo, una playa a la que los vivos no hacen más que regresar como entrenamiento.