6/10/13

Supongo que de la experiencia de Meteoro que contaba esta mañana (visto ahora el texto me parece demasiado lineal y predecible) me viene una idea del amor tan personal y extraña como la reverberación que siempre me traen esas imágenes: el coche de carreras flotando a cámara lenta en una deriva submarina que de tanto recordarla se vuelve hipnótica mezclándose con la voz de la protagonista que le llama. Quizá siempre he asociado el misterio de una mujer con la profundidad con la que me hace descender. No sabría decir si en mí mismo o en ella, suponiendo que ambas cosas no sean la misma y un único lugar. Allí donde la luz del sol simplemente es un concepto mental, como pudiera ser la gravedad o la iridiscencia, sucede para mí la magia de la atracción. Todo es oscuro. Todo sin palabras. Los sonidos inquietantes o tenebrosos, femeninos y afilados de un lenguaje que parece estar especializado en los comienzos. Cada vez creo más en los idiomas ex profesos, los creados a partir de una necesidad que nada más comparten dos personas y que no conllevan diccionarios ni sintaxis que cuidar. Esta idea del amor se corresponde poco con la que después fui descubriendo gracias a la cultura de mi generación y a todos los modelos morales que me salieron al paso. La ciudad de los neones y las voces almidonadas nunca me sorprendió ni hizo que deseara subirme al capó de ningún coche con los brazos apuntando al cielo para proclamar que estaba enamorado. Le debo a una serie menor de animación manga ese descubrimiento. Sólo por eso me alegro de haber llegado hasta aquí para contarlo.