13/10/13

Qué extraña manía la de amortiguar vacíos con palabras. Todo hombre debería tener derecho a una chimenea imaginaria en la que verse crecer. Las lenguas histéricas le inventarían espejos y polifonías apropiadas para el viaje de ese escuálido río de coñac que busca su mar dentro. Si fuese pastor (si mi destino cupiese con holgura en la umbría de cualquier mapa doblado) con una mano me acariciaría la otra y en ese tacto obtendría suficiente consuelo y a la vez la necesaria dosis de humanidad para no pedirme más, para no arar la piel con excusas trascendentes y después ir detrás tirando sal con cara de malvado. De no ser por el demonio vestido de trompetista de labio partido que guardé un día en un frasco, ¿qué me llevaría a seguir cantando? ¿qué epístolas releería con voz mediocre en la puerta giratoria del tiempo? La calma no anuncia nada: es un arce disecado, hacerle un moño a una muerta mientras silbas las canciones que le gustaban, lamer llorando el cristal de seguridad con el que se protege de ti tu pasado.