6/10/13

Los dibujos se llamaban Meteoro y no sé por qué a veces los veía en casa de nuestra vecina Isabel. Tenía muchos nietos que entraban y salían, que corrían por el pasillo gritando y cuyos nombres nunca tuve muchas ganas de saber. Eran los comienzos de los setenta y los televisores tenían la pantalla pequeña y cóncava. Costaba algo más de un minuto que apareciese la imagen. Un punto de luz en el centro originaba el milagro que, tras un destello venido de otro mundo, llenaba de movimiento la pantalla. Meteoro fue la primera serie de animación manga que llegó a España. Meteoro Speed Racer era un chico que se pasaba el capítulo montado en su coche de carreras intentando llegar a la meta el primero. Había un malvado y también una chica de la que estaba enamorado. Bueno, sería más exacto decir que los dos lo estábamos (yo en secreto y sin saber muy bien qué sentimiento era ese, y a la vez de una de las nietas de Isabel, que me sacaba cuatro o cinco años). En uno de los capítulos, Meteoro tenía que ir a salvar a su amada al fondo del mar. El malo la había secuestrado y la había llevado a su refugio submarino. Como el coche del protagonista era mágico podía bajar a gran velocidad por el océano con la naturalidad de estar pilotando por Le Mans. Aquella tarde estábamos solos la niña y yo, sentados en el mismo sillón orejero con paños ovalados de ganchillo en los brazos. Isabel nos había dado zumo de naranja y bizcocho con frutas escarchadas para merendar. Pero lo más dulce no eran esos trozos esponjosos que me llevaba lentamente a la boca sino la presencia de la niña a mi lado y su olor tan diferente a todo lo que había olido hasta ese día, además del espectáculo de cómo la luz del sol iba bajando por su pelo como si fuese la escalinata de un palacio ruso construido en el aire. La chica de los dibujos animados estaba atada a una columna y custodiada por dos perros de presa. El malo reía como ríen todos los malos de todas las películas. Meteorooo, gritaba. De pronto, Meteoro la ve y se dirige a toda velocidad a salvarla. No hace falta decir en quién estaba pensando yo ni quién era la chica que estaba atada y gritando en mi cabeza. ¿Se puede enamorar alguien a los cinco años? Yo sólo puedo aportar a este caso el recuerdo de aquella tarde y de cuatro piernas que se balanceaban mientras unos personajes de dibujos japoneses nos servían de espejo. Después de aquel día me dediqué a buscar ansiosamente ese fuego en cada chica que conocía. Me hice mayor y, sin querer, intentaba escuchar el mismo tono de voz con el que ella llamaba a Meteoro; y también esa luz y el olor que siempre huía hacia la madriguera inencontrable del pasado. Me costó mucho más tiempo descubrir que el que estuvo atado a la columna todos esos años fui yo.