16/10/13

El tiempo convierte el recuerdo de los ataúdes blancos en cajas de frutas y flores. O puedo que siempre lo fueran y que yo aquel día sólo viera a Elena (catorce años, media melena, muerta por un error médico) y no la exuberancia tropical que salía de un contenedor colocado sobre dos borriquetas de madera en la zona menos noble de una clínica. Escribí sobre aquello. Conté con demasiadas palabras lo que me dictó la buena voluntad, pero no caí en que esa señora no deja de ser una monja que escucha demasiado la radio con los ojos entornados. No quiero entrar en las páginas escritas. Sería como colarse en mi primera comunión vestido de Darth Vader y fumando. El tiempo, además de hacer lo que ya he dicho con ciertos ataúdes, tiene la costumbre de cambiarlo todo. Hace unos días me dijo: que el cuento gire en torno al momento en que te despides de las frutas y las flores; quiero, además, que a partir de entonces siempre sea de noche, una vida que transcurra en el centro de un decorado circular forrado de papel azul oscuro, ¿me sigues?, una celda lo suficientemente grande para que tu libertad –de momento- no sospeche nada. Me da miedo hacerle caso pero no puedo dejar de imaginarme allí. ¿Fue así? ¿Sucedió realmente como lo cuenta? A veces salgo de la habitación en la que colocaron a Elena muerta y sigue siendo oscuro. Camino por las calles sin importancia que hay a la espalda de Reina Victoria y siento la presencia de esa cortina de papel nocturno que cruje con el viento. A lo lejos, cuando me giro, hasta la gran cruz roja de la fachada lateral parece negra. No hay nadie más en el mundo. Yo y mis suposiciones y, un poco más arriba, una niña muerta que no sabe nada de todo esto. La realidad sólo es una forma aproximada de contar las cosas. Bien. Empecemos de nuevo.