3/9/13

Por la mañana miro la hora en los relojes de los demás. Siempre hay un brazo cerca en el vagón del Metro, tenso y expuesto a mi mirada, recordándome que el tiempo también se sucede bajo tierra sin importar qué día sea o la disposición de su dueño hacia él. Dependiendo del diseño de la esfera se pueden extraer algunas conclusiones. Los relojes de señora con forma ovalada ayudan a considerar las horas como atletas de un mundo fantástico que se deslizan por pistas irisadas a merced de unas manecillas que actúan de liebre. Los digitales dan una idea falsa de casi todo: convierten una emoción intangible en matemáticas: las diecisiete nunca serán las cinco de la tarde en ningún poema. Cuando miro la hora de los demás nunca acabo de pensar que sea la mía. Siento la desconfianza del que no se atreve a abrir una puerta por miedo a lo que pueda encontrar detrás. El tiempo es una amenaza intransferible y personalizada, una mascota condenada a la infelicidad de vivir en una casa muy pequeña y cuyas paredes le recuerdan que nada de lo que sucede volverá, ni la mano esporádica del dueño cuando se sienta en su butaca y cree que, con un solo gesto, se ovillará a sus pies para siempre.