7/9/13

Medía poco, pero su cuerpo estaba diseñado según los cánones de los dibujos animados de la época: superhéroes que, ya representaran a hombres o a animales antropomorfizados, mostraban una construcción de pirámide invertida con el tórax muy musculado y el abdomen y las piernas en forma de delta que se hacía puntiagudo hasta tocar el suelo. Le llamábamos Musculitos. Supongo que el mote venía de lejos, de cursos anteriores a comienzos de los años sesenta cuando empezó a ser el profesor titular de educación física del colegio. Su pelo era color pajizo y llevaba un bigote sospechosamente parecido al del alemán que quiso conquistar el mundo. Todo en él parecía ensayado. Hasta las ácidas reprimendas que se llevaban los más torpes (yo el primero) cuando eran incapaces de subir la cuerda lisa o hacer un mortal decente en la cama elástica. El gimnasio estaba en el sótano, junto a una cancha de baloncesto con unas gradas de cemento por las que subíamos deprisa cuando acababa la clase. Los vestuarios olían a un sudor frío y encerado que, cuando se mezclaba con la luz cruda de los focos del techo creaba su propio estado de ánimo que después entregaba en mano a los que estábamos allí abajo: lenguas de un espíritu difícilmente santificable pero tan reales como las agujetas que al día siguiente sentíamos por todo el cuerpo. Muchos días me tocaba asistir a la sesión desde las gradas de cemento, junto a otros incapaces o elementos díscolos que no pasaban por el aro de las órdenes de Musculitos. Lo peor de la clase acababa allí: outsiders del corpore sano que aprovechábamos el tiempo muerto para imaginar cómo sería una vida sin todo eso. Mientras, los demás guardaban la formación ante los minitranes y los plintos e iban evolucionando en sus saltos bajo los comentarios despectivos y las palabras sarcásticas de un profesor que parecía estar formando futuros marines en vez de niños. Lo bueno es que un día (de vez en cuando pasa) el destino nos hizo creer en la justicia poética. Musculitos ordenó un salto que nunca habíamos hecho. Incluía un mortal en el aire con tirabuzón. Ese día no estaba Sasa, su discípulo aventajado que siempre utilizaba para las demostraciones. Cuando Musculitos preguntó a la clase si todos lo teníamos claro surgió una mano en el aire que le pidió, con todo su derecho, que el profesor realizara el salto primero. Se despojó de la parte de arriba del chándal y tomó carrerilla. La clase entera dejó de respirar mientras Musculitos volaba hacia el plinto. Supongo que no calculó bien la distancia o tomó demasiado impulso para demostrarnos quién mandaba, el caso es que cayó fuera de la colchoneta y se rompió una pierna. Los gritos de dolor hicieron eco por todo el gimnasio. Nos quedamos como estatuas durante unos segundos con los ojos clavados en aquel cuerpo que se retorcía en el suelo. Nadie se atrevió a hacer nada hasta que uno salió corriendo a interesarse por su estado. Se creó un círculo de caras curiosas en torno a él. La crueldad se mezcló con la compasión, como sucede siempre. En medio de los sollozos dijo al fin: avisad al director y que llame a una ambulancia. El delegado salió corriendo con el mensaje. Los demás no sabíamos qué hacer. Yo le miraba intentando desempolvar un resto de piedad con el que afrontar la escena. Sentía que estaba dentro, metida en un laberinto de piedra y emitiendo gritos de rata a la que le faltara el aire y viese cercana su muerte. El animal no pudo salir pero encontró un vacío por el que acabar con su angustia de forma digna, aunque nunca haya suficiente dignidad en algo así. Ni pasado el tiempo, cuando se recuerda y descubres que la rata sigue cayendo mientras su grito se convierte en un alfiler incandescente que busca el centro de la nada.