28/9/13

Creo que ya no, pero hasta hace poco estaba sobre la mesilla de noche de mi padre. Sobre la de mi madre había una de él, con el busto inclinado hacia el otro lado, el izquierdo, y también sonriente y con un bigote fino de los que se llevaban en esos años. Supongo que se las hicieron en el Estudio Alfonso, que estaba en la Plaza de Chamberí y que tenía un luminoso circular con el fondo azul petróleo y una tipografía modernista que se encendía al anochecer. Para empezar: creo que las fotos deberían estar prohibidas. La sonrisa que un día quedó congelada gracias a la química tendría que quedarse en su propia época y no pervivir artificialmente hasta nuestro ahora, incendiando y vulnerando cualquier recuerdo asociado a esa persona y obligándonos a una constante comparación de pieles, dientes y brillo de ojos en la que siempre ganará el papel. Mi madre cumplirá en noviembre ochenta años. Esta imagen es de cuando tenía veintiocho o veintinueve, diría que poco antes de casarse, cuando estaban de moda los vestidos de punto con cuellos caídos y pronunciados. Cuando era pequeño y la altura le la fotografía coincidía con la de mis ojos, me quedaba largo rato mirándola intentando averiguar por qué sonreía o a quién estaba mirando. Ayer fui a su casa y la encontré por casualidad. Han pasado más de cincuenta años. Traspasada esa línea todo se convierte en arqueología y una llovizna débil de ceniza que nos hace dar un paso atrás acompañado del lógico temblor de piernas que produce el tiempo visto en grandes bloques o volúmenes grotescos amontonados en un puerto y que ningún barco está dispuesto a cargar.