5/8/13

Nunca lo sospeché porque no aparecía en ningún anuncio o warning informativo de la cadena VH1 o MTV que veía a principios de los ochenta en casa de mis padres en un televisor Sony de cristal extremadamente grueso y ligeramente cóncavo que ofrecía unas imágenes granulosas, amigables y compactas en la penumbra del salón. Ninguno de los responsables de esas cadenas que emitían los videoclips que yo consumía feroz y religiosamente me dijo en aquellos días: este tipo de música dejará de gustarte cuando pases de los cuarenta. ¿Qué hago ahora con todos esos cd’s apilados en un mueble blanco de Ikea que parece una iglesia Adventista del Séptimo Día en el centro de Jerusalén? A veces, cuando paso por delante, intento forzarme a coger uno y ponerlo en el equipo, pero después me puede el miedo a que no sienta nada, a que nada se incendie por dentro como lo hacía antes. Cierto tipo de música es necesaria para el desarrollo del narcisismo. La creación de la personalidad adolescente va unida a la democratización de la euforia y los sentimientos que proponen los productos de la cultura pop. Cuántas veces habré imaginado ficciones de mi vida escuchando Billie Jean, sobre todo con su hipnótica base rítmica del principio tan propicia a fantasías optimistas de seducción y éxito sentimental, que son requeridas en la juventud como una vitamina más para el proceso de crecimiento. Lo malo (o lo bueno) es que, llegado el momento de su inutilidad, se apagan como lo hacen los focos de un estadio al terminar el partido. ¿Es injusto? Que cada uno llore a sus muertos. Los míos no tendrán más lágrimas que las mínimas por todo lo que una vez estuvo y después se fue. A cambio me dejan su recuerdo en los cimientos del edificio como extrañas inscripciones escritas con rotulador, obscenidades que ahora me hacen sonreír cuando pienso en esto. Sería ingenuo creer que la música no tiene fecha de caducidad o que su condición superior le dota de una inmortalidad que nuestras propias vidas no tienen. Solo eran canciones. Cumplieron su función. Fueron los inyectables que aportaron a mi sangre unos glóbulos de los que apenas se habla, ni rojos ni blancos sino dorados, negros, anaranjados dependiendo del día o la compañía o de ese resplandor plateado que tienen ciertos jardines traseros y poco frecuentados de la memoria cuando los visitas de noche.