26/8/13

Hoy es el cumpleaños de mi padre. Le llamé temprano a casa para felicitarle pero no estaba. Le localicé, por suerte, en su móvil que nunca responde o tiene apagado y guardado en un cajón. Me dijo que estaba en Navacerrada, en casa de mi hermana, y que habían ido allí a pasar unos días. Cuando hablo con mi padre por teléfono siempre le reconozco la voz que ponía cuando de pequeño le escuchaba hablar con algún familiar que vivía en otra ciudad. Es su voz de conferencia, su tono de larga distancia que utilizaba sujetando aquel auricular de color crema y que siguen usando muchas personas de su generación cuando hablan con alguien que está lejos creyendo que el volumen de sus palabras tiene que estar en consonancia con los kilómetros que les separan. Siento estar lejos de él, pero es algo que suele pasar todos los años: nacer el quince de agosto pone a prueba cualquier lazo familiar. Después de hablar con él y de que Nuria y mis hijas le felicitaran, me quedé pensando en todas las cosas que han pasado a lo largo de todos estos años y que nos han acercado o alejado. Uno acaba siendo su padre con el tiempo. Es un espejo inevitable, por mucho que haya querido apartarme de su imagen y de todos los esfuerzos por construirme una personalidad autónoma y alejada de la suya. A él siempre le ha gustado Wagner, a mí me produce dolor de cabeza. Sin embargo comparto su gusto por Sibelius y le agradezco su insistencia con los autores clásicos. No puedo leer a Cayo Suetonio sin que se me represente en el salón de la casa de mi infancia sujetando las tapas color granate del libro Vida de Césares. También le agradezco haber aprendido, a fuerza de insistencia, el primer párrafo de la Guerra de las Galias en latín. Cuántas veces me habré sorprendido recitándolo a punto de embarcar en un avión o en la cola de la caja de un supermercado. Todo lo relacionado con un padre es extraño. El tiempo va contando sus secretos al oído a la vez que nos pone en situación de comprobar que muchos de sus gestos los fotocopiamos inconscientemente y después llega un día en que nos contemplamos sujetando el cigarrillo como lo hacía él o cayendo en alguno de los tics que antes repudiábamos pero que ahora no podemos evitar. Un padre y un hijo siempre están condenados a una relación inconclusa. Los vados y los extraños agujeros que se producen a lo largo del camino son también parte de la contradicción y del juego y de la propia inconsistencia de todo, que tiende dulcemente a derrumbarse querámoslo o no. Desde esta playa, cercana a la Galia, espero que pases un buen día, papá.