1/7/13

La primera llamada al convento la hice el 7 de Junio de 2013 por la mañana. Al otro lado de la línea me contestó una religiosa con un hilo de voz tan fino que me costó separar de él sus palabras. No fue un dígame o el simple sí que se utiliza por economía y al que ya estamos acostumbrados: una afirmación pueril que constata nuestra existencia y hace de semáforo en verde para el que habla. El saludo fue en clave religiosa, supongo que una frase establecida por la Superiora de la Orden y que me dio la impresión de estar ante la voz del propio Dios o alguien de los suyos que estuviese sujetando el auricular dispuesto a escuchar mi petición. Debo decir que esta era muy vaga (incluso lo es ahora mientras escribo), tanto que durante mi exposición fui construyéndola y variándola a trompicones sin llegar a saber en ningún momento cuál era mi verdadero propósito. ¿Qué pretendía conseguir hablando con esa monja de acento sudamericano que me contestó desde su mundo? De fondo se escuchaba el sonido de un órgano acompañado de unas voces melodiosas que lo seguían alegres por el simple hecho de cantar. Escucharlas me hizo recordar el poema de Ginsberg: “Comencé a sentir mi miseria en el jergón, sobre el suelo, escuchando música, es por eso por lo que deseo cantar.” Estas palabras acortaban las diferencias que en principio se podían establecer entre la monja y yo: dos personas que desean cantar, aunque formalmente las músicas y la procedencia de ambas fuesen distintas y tuviesen intenciones contrarias. Pero todo eso era simple elucubración, casi una respuesta automática de autodefensa del que no se para a analizar en profundidad ni busca conexiones que permanecen ocultas. La distancia entre mi interlocutora y la música no debía ser muy grande. Quizá solo estuviese a veinte metros, no en línea recta (puede que las ondas tuviesen que atravesar una pared fina y una celosía que cubriese un arco), lo que hacía que las voces del coro se atenuasen más o pareciesen filtradas por algo dulce hasta llegar a mis oídos. Esperaba palabras y solo obtuve débiles ruidos guturales y onomatopeyas emitidas por un bebé avejentado pero feliz de usar un lenguaje límbico. Estaba comunicándome con un animal diminuto y afable, aunque asustado por el sonido de una voz que le inquiría y le obligaba a tomar una postura, el sí o el no, a ponderar las razones de alguien con quien preferiría no hablar. La religiosa me dijo (esta vez sí entendí) que compartiría el asunto con el resto de la Congregación. Me recomendó que llamara esa misma tarde a partir de las cinco. Después colgó. Al hacerlo yo también regresé a mi mundo, ese que había abandonado unos minutos antes para meterme en el suyo y del que todavía me llegaban avisos atemporales, como el que ingresa en una dimensión desconocida por error o siguiendo la intuición de una señal confusa.