17/7/13

Hay un grillo cantando cerca. El planeta, mientras tanto, gira para apartar la vista del sol. Veámoslo así: son pasos estudiados, parte de una coreografía orgánica que se repite hace millones de años, pero el que quiera romanticismo está en su derecho. Para los agnósticos: ¿por qué llamamos canto al ruido que producen esos insectos con sus alas? ¿Será porque lo utilizan los machos de su especie para iniciar el cortejo sexual con las hembras? Qué compleja es la biología. Quizá seamos la especie superior porque nuestros cortejos no consisten en que un macho salga a la calle con dos serruchos y se ponga a frotar entre sí las hojas dentadas frente a una hembra. Esa práctica dejaría sin sentido los veinte famosos poemas de amor de Neruda y hasta su canción desesperada. ¿Sería un mundo mejor? Puede que la ausencia de retórica amorosa facilitara el proceso. A quiere a B. A saca sus serruchos y procede a la serenata. B cae rendida a la profundidad objetiva de su lamento y accede al emparejamiento. No haría falta Chopin ni cenas con velas ni tener que aburrir a nadie con el daño que nos produjo cierta persona del pasado y cuya rememoración nos produce un placer amargo y una carga absurda para el que escucha. De pronto el canto ha parado. Regresa el silencio vestido de celestina. En medio de este vacío hay dos grillos amándose (o no) cerca de donde estoy, en una tarde cualquiera de verano.