18/7/13

El otro día nos invitó un amigo a su nueva casa: un ático en una urbanización de principios de los ochenta cuya arquitectura me recordó a uno de esos poblados blancos de Star Wars. Pedimos pizza y abrimos una botella de vino. Anochecía. El cielo se fue cargando con una densidad en la que los grises y los azules se peleaban entre sí por un hueco, demostrando que también hay dignidad y orgullo más allá de los seres que vivimos aquí abajo. Corría el suficiente aire como para estar a gusto. Confieso que me ausenté de la conversación varias veces, todas ellas bajo el pretexto de ver a un soldado imperial haciendo la guardia en algún ático vecino. Caminaban despacio. Sus cascos blancos brillaban en la incipiente oscuridad. De pronto paraban y se me quedaban mirando, intentando descifrar cuál era el objeto de mi presencia allí o de qué planeta venía y con qué intenciones. Después sonó una guitarra española y la luz bajó de intensidad. La noche estaba preparada para desmontar mi teatro.