3/7/13

Esa noche no pude evitar la imagen del refectorio en mi cabeza. Me sentía como un director de cine primerizo que no acaba de estar convencido del plano que ha de rodar y vuelve una y otra vez a encuadrarlo y a mostrarse obsesivo con el estilismo de la escena o el vestido de la protagonista. Según mi planteamiento había abundante luz natural que entraba por tres ventanas muy alargadas que casi llegaban hasta el techo abovedado del refectorio. Las religiosas ocupaban tres mesas en forma de U, dos alargadas y otra que hacía de base o presidencia y que solo estaba ocupada por tres de ellas. Una religiosa muy vieja arrastraba un carrito metálico con el que servía la comida: un bol de aluminio lleno de judías verdes con patatas. No había ninguna Hermana que leyese mientras cenaban. Tampoco música. Solo se escuchaba el ruido lejano y hosco de los coches que circulaban por la calle Santa Engracia o algunos, más discontinuos pero cercanos, que lo hacían por Fernández de la Hoz. Acabada la cena, la Hermana María Mercedes se acercaba a la Superiora y le decía algo en voz baja y casi al oído. La Superiora continuaba masticando con la vista perdida en un punto indeterminado de la estancia, aunque en rigurosa línea recta de donde se encontraba sentada, y asentía con expresión imperturbable. Concluido el mensaje, la Hermana María Mercedes regresaba a su sitio levemente entusiasmada en secreto con la novedad de ser mensajera de un asunto proveniente del mundo exterior, pero haciendo esfuerzos para que ninguna de sus compañeras encontrase en ese hecho el menor indicio de protagonismo. Cuando se levantaron de la mesa, la Superiora hizo un gesto con la mano a la Hermana María Mercedes y esta acudió presta a su lado. Ambas avanzaron un buen trecho del corredor a la par. Una diciendo y la otra escuchando. Los geranios, colocados en el suelo a ambos lados, parecían hacerles pasillo y actuar como inocentes espías de su conversación. Al llegar a la esquina en la que se bifurcaban sus caminos la respuesta oficial ya estaba dada.