19/7/13

A veces queman hojas secas cerca de casa. No tiene por qué coincidir con el otoño. Si la estación ha sido seca, puede suceder a mitad de julio, por la tarde. Ayer pude oler una que trajo amablemente un golpe de viento. Estaba en la piscina y de pronto ese olor me llevó lejos: a cementerios, a muertos que escuchaban la radio y sonreían con los ojos cerrados y los labios cosidos, a países del Este que no conocía y cuyas banderas hubiese bordado una niña para mí en un almohadón. Las fogatas de maleza tienen el poder de recordarme la finitud: son una ceremonia pagana de la transubstanciación de la vida. Cerca de casa hay un descampado sin urbanizar. Es una tierra poco favorecida. Monte bajo que se desparrama junto a las vías del tren y que desciende pedregoso hacia la Casa de Campo. Creo que es el reino de un gitano que siempre lleva un sombrero negro como los que usaba Sinatra en los cincuenta. Sentado en el capó de uno de sus coches abandonados, fuma despacio y golpea el suelo con un palo. Parece un rey persa que se escapó de los libros de Historia porque no le convencía ni la descripción de su época ni el tamaño de sus glorias. Se fugó por una puerta del tiempo y vino a parar aquí. Desde hace algunos años se comunica conmigo quemando hojas secas. Sabe que una sola palabra suya bastaría para que cruzase la verja y me convirtiese en su ayudante, su consejero, su general en la sombra o en el atónito redactor de su biografía. Me gustaría decirle que los veranos resultan muy largos cuando te entregas a la monofonía de la realidad, cuyas mayores sorpresas consisten en que, dentro de un paquete de cacao en polvo, encuentres la pelota inflable que prometen por fuera.