3/6/13

Últimamente le quito el volumen a la tele cuando ponen anuncios. Gracias a esta práctica he descubierto que lo peor de la publicidad es el ruido, las canciones absurdas y los diálogos que desafían el umbral de la estupidez. Lo malo es que al hacerlo, sin darme cuenta, dejo muda una parte de mi vida, esos años en que yo elegía esas músicas y pensaba esos textos que después una voz locutaba. Cuando veo anuncios sin sonido pienso que ninguno se parece a ninguna vida que conozca, que son representaciones ficticias de una ilusión colectiva que alguien alimenta en su beneficio. Pero al menos así no molestan tanto. Parecen sueños mutilados o ratones atrapados en una campana de cristal. El lenguaje sigue siendo más cruel que las imágenes. Ofende más. Hiere más profundo y más rápido. Las palabras separan la realidad en submundos y nos dicen: tú aquí y yo aquí. Gracias a la publicidad aprendemos cosas tan valiosas como que los gatos esterilizados aumentan un 30% su peso o que nuestras defensas también tienen que desayunar. Sin embargo creo que nuestras defensas están derrotadas, hastiadas y con callos en la mano de mover el palo con la bandera blanca. Los gatos gordos y castrados somos nosotros sentados frente al televisor. ¿Qué nos queda? A veces pienso que solo la libertad de pulsar ciertos botones de un mando a distancia.