28/6/13

Solo a través del placer sentía el verdadero peso de la vida y su consistencia exacta que se correspondían, en ese mismo instante, con la de su cuerpo sobre la cama. A su lado descansaba otro. Para llegar a él solo había que deslizar la mano y tocarlo. No había timbres ni calesas a la puerta. Tampoco animales rabiosos ni ejércitos de nubes destinadas al ensombrecimiento. Cuando lo hacía -cuando su mano palpaba- caminaban juntos largas horas sin resultar percibidos por nadie: ajenos a lo irremediable, a lo tétrico, a lo esperado, a la mesura enlatada y expuesta en el estante más visible, a las legiones de ángeles mediocres que custodiaban cada esquina de la ciudad. Tenían la libertad de insultar, menospreciar o alabar lo que veían, porque entre ellos no quedaba resquicio ni para la sombra del dios más insistente que quisiera jugar a ser ese cuchillo que antes de cortar dice: todo esto me pertenece.