12/6/13

Siempre he pensado que los mejores viajes en avión se realizan a las nubes. Una vez en tierra todo se vuelve predecible y tortuoso. Pero allí arriba existen imperios perdidos y ciudades que esperan pacientemente ser contadas. Hay muy pocos historiadores de nubes. No es una disciplina que interese, supongo. Solo unos pocos han mostrado curiosidad por esa otra cartografía volátil, capaz de albergar proezas desconocidas de seres que encontrarían grosero el contacto con nuestro mundo. A bordo de un avión la vida anterior no cuenta. Viajamos para ser nuevos. Obedecemos a corazonadas. Un día nos despertamos y decimos: sé que en el cielo de Pakistán hay una cordillera de caballos muertos frente a un río que dibuja su cauce sobre la espalda de un gigante. Cuando alguien dice algo así mientras desayuna es normal que quiera demostrarlo un día. Antiguamente los héroes emprendían aventuras para averiguar quiénes eran. Sentado junto a la ventanilla de un avión lo sabes al instante. Por esa misma razón sé que a las afueras de París hay legiones blancas, o las había a finales del verano de 2003 cuando me saludaron mientras me desperezaba de un sueño en el que me veía incapaz de viajar porque mis pies echaban raíces al andar o surgían escupidas de la tierra para desesperarme. Es agradable volver a la realidad saludado por un ejército que te dice que no es cierto, o te lo dicen sus espadas, que en un instante liberan tu paso. En Sudáfrica hay una ciudad clandestina que hace de hangar para cirros abandonados. Podría hablar de muchas otras pero su recuerdo ya no me pertenece. En eso es en lo único que se parecen a las de aquí abajo: siempre son del último que las visita.