10/6/13

Si tienes más de cuarenta años es normal que estés enfadado. A tu fin de juventud alguien le sumó sin permiso este pequeño apocalipsis por entregas, como una enciclopedia insidiosa que te vendieron por teléfono pero que nunca quisiste comprar. Tu dedo clica buscando culpables a diario. Es la liebre de tu modernidad incendiada. La sigues. Lees pensamientos de otros que alternan la máscara de oxígeno con las sustancias inflamables. Vienen juntas. La calma y la ira se acuñaron en la misma moneda. Frente a cualquier espejo indagas: surcos y cabellos quemados; a cambio la experiencia te confía sus larvas. Dales calor, te dice, volveré pronto. No es malo que guardes más silencio que antes. Por cada palabra buena hay mil ramplonas que nadie debería amontonar como maniquíes defectuosos en la vida de nadie. No creo que sea buena idea guardar radiografías del pasado. Ya se encargará el futuro de fotografiarnos por dentro buscando el error en el paisaje. Cuando llegue el día, sonríe. Acuérdate de los fusilados que rehúsan venda en los ojos y muestran la elegancia de ver su final. Benjamin Guggenheim rechazó el chaleco salvavidas y se vistió de frac cuando el Titanic se hundía. Cosas así no figuran en los catálogos de Loewe, pero son grandes, tanto que los comerciantes las miran babeando como a ese bote de las galletas al que nunca podrán llegar. Personalmente sé que es difícil, pero no vale de nada enfadarse con los que hacen lo que hacen porque les enseñaron a amar la belleza del dinero. Todos fuimos a un colegio equivocado en ese sentido. Puede que tú también tengas un coche caro y absurdo. Lo mejor es que no lo admires mucho al bajarte: no es tu pareja sentimental ni tampoco el dueño de tus fantasías. El amor es el único gimnasio al que no deberíamos darnos de baja. Si tienes más de cuarenta años es bueno que en ese aspecto cuides tu forma. Por lo demás, te diría que probaras algo que a mí me funciona: haz reír a los que tienes cerca, siempre sabrán cómo devolverte el favor.