9/6/13

Mireia me pregunta por qué no podemos bajar a la piscina y yo le digo que Godzilla se ha comido el verano. Ella no conoce al monstruo que quiso tragarse Nueva York de un bocado, pero cuando la persigo por el pasillo diciendo que soy él, sale corriendo y pidiendo que no la coma. ¿Y si fuera verdad? ¿Y si algún malvado confundió la estación meteorológica con una barra gigante de embutido? ¿No confundimos nosotros constantemente todo? Para los que son como Mireia y como yo, la realidad se nos queda siempre corta. Necesitamos creer en agentes desconocidos que planifican nuestra felicidad y nuestra desdicha. Es una religión naif que no obliga a nadie a arrodillarse. Por ejemplo, el otro día desayunando sentí temblar la tierra. Primero pensé que era un tren de mercancías que circulaba a deshoras, un convoy fantasma con muchos vagones cisterna de color negro y con calaveras blancas pintadas en los lados. Imaginarlo me estremeció. Después pensé en el monstruo acercándose a la ciudad, quizá cansado del camino y aburrido de lo predecible de su enfado, arrancando los postes de tendido eléctrico como un niño mimado que ya no sabe qué hacer para que su madre le haga caso. Godzilla se parece a mí. La única diferencia es que yo me enfado y escribo. Ambos perseguimos un estado mental utópico, ambos somos excesivamente sentimentales, ambos estamos solos y pensamos que los monstruos son los otros. Ahora solo queda decirle a mi hija que he sido yo el que se ha comido el verano.