30/6/13

Los ladrillos se hicieron para soportar la existencia. Parece que con su amontonamiento marcasen una frontera que dice: aquí acaba tu vida, lo que pase al otro lado no es de tu incumbencia. Eso pensaba el otro día cuando mi madre me dijo por teléfono que su vecina había muerto. Hace algo menos de un año lo hizo su marido. Un día se cayó en la ducha y su mujer avisó a mi madre para que le ayudara a levantarlo. Entre las dos pudieron hacerlo a duras penas y colocaron su cuerpo desnudo y mojado sobre la cama. A las tres semanas murió. Un cáncer muy desarrollado tuvo la culpa. Pasó el tiempo y mi madre y la viuda se distanciaron. Supongo que la mujer intentó reconstruir su vida como pudo e inconscientemente asociaba ya a mi madre con la muerte de su marido. De ahí los saludos telegráficos en el ascensor o las lacónicas cortesías cuando coincidían en la farmacia. Uno nunca sabe cómo reaccionar ante la ausencia de la persona que ha vivido contigo tantos años: el mapa posterior siempre es confuso. Pasaron los meses y un día coincidieron en el portal. Mi madre, con su habitual y desafortunada sinceridad, le preguntó si llevaba peluca. La mujer se azoró ante la observación y, sonriendo como pudo, le dijo que no y se despidió de ella. Cuando me lo contó, supuse que se debiera a que ella también tenía cáncer y quizá la quimioterapia le había obligado por coquetería al postizo. Resulta amargo y estúpido que se confirmen ciertas sospechas. Esta, sin duda, lo fue. El otro día murió. Mi madre me dijo que la casa estaba vacía, que no se oían ruidos ni gente que entrara. El silencio y sus zapatillas acolchadas merodeando y abriendo cajones, observando fotos que no son suyas y respirando entre la ropa sin dueño de los armarios. Dentro de poco habrá otras personas viviendo tras esos ladrillos, la higiénica e imperturbable frontera que marca donde empieza una vida y dónde acaba otra.