27/6/13

Llegado el caso, me gustaría asistir al Juicio Final con una bolsa de pipas. Me ayudaría a tener esa actitud del que pasea entre los puestos de una feria de alimentos ecológicos en un pueblo de la costa, en verano, y sabe que no tiene por qué involucrarse emocionalmente con nada de lo que ve; o sí, aunque hacerlo no le obligue a ondear ninguna bandera ni a dar explicaciones. Pero me conozco. Sé que en vez de pipas tendría sudor y permanecería rígido en la cola o en la supuesta sala de espera en la que por las pantallas irían apareciendo los números hasta que coincidiera con el del papel tembloroso de mi mano. Me pasa lo mismo cuando estoy solo en casa y por la noche, en la cama, me imagino desayunando a la mañana siguiente. Me siento. Deslizo el cuchillo por la mantequilla. Remuevo el café. Le hago caso a los profetas del instante y trato de exprimir el momento como si fuese el último. Pero cuando me levanto, acabo desayunando de pie, incómodo tal vez por la visión de mí mismo como una persona ajena, un desconocido que se cuela en casa, se come mis tostadas y juega a ser más feliz que yo.