23/6/13

La semana pasada recibí una llamada de mi hermana diciéndome que habían ingresado a mi padre. Cuando pasa algo así las palabras que escuchas a continuación suelen tener un efecto de contrapeso a la noticia inicial, pero yo no las oí, o lo hice más tarde cuando mi cabeza regresó a la realidad y se enteró de que había sufrido una arritmia severa que le había hecho elegir a toda prisa una clínica para que le atendieran. A la mañana siguiente entré en su habitación. Antes había hablado con él por teléfono y su hilo de voz me llegó quejumbroso y delgado, casi a merced o entregado completamente a la contundencia de los hechos: su corazón se había desbocado y latía a más de ciento cuarenta pulsaciones. Dijo: habitación 103 y lo hizo como los niños que desean ser encontrados y no sentir el pánico de la soledad. Las paredes color verde claro me dieron la impresión de haber regresado a 1960, tiempo en que ese tono era común en los hospitales porque se creía que ayudaba a combatir la impaciencia de las horas muertas y el sonido de las gotas de suero cayendo por el dosificador como en un reloj de arena fantasmal. Había un crucifijo, que imitaba burdamente al estilo de los iconos rusos, en el lado opuesto al cabecero de la cama. La ventana estaba abierta y los visillos se ondulaban en apariencia de mar acrílico cuya finalidad consistiera en enseñar a los que lo miran a no tener prisa. Me agaché y le di un beso. Después pasé varias veces el dedo índice por su mejilla y sentí el nacimiento de su barba blanca. Lo hice como el que acaricia a un niño, pero con una ternura distante que pone en evidencia un fallo -o recrimina algo invisible- y así se lo hace saber a su causante. No sé por qué actué así. Las muestras de cariño entre mi padre y yo siempre han sido escasas. En ese instante me tocaba estar de pie y él tumbado. Yo actor y él el anciano que se convierte en aeropuerto para aviones humanitarios. Al día siguiente todavía seguía ingresado pero el médico nos dijo que su corazón se iba apaciguando. Volví esa misma tarde. Hacía calor. Los visillos ya no eran mar, solo simples desiertos. Entró una monja para interesarse por el estado de mi padre. El Jesucristo ruso lo veía todo y no decía nada. Yo trataba de imitarle. Tuvieron que pasar otras veinticuatro horas para que le diesen el alta. Su avisado corazón y él volvieron a casa. La vida va amontonando jornadas hasta construir una tapia que después nuestra ingenuidad cree que podrá derrumbar soplando -como el lobo del cuento- aunque todavía quede gente dentro temblando.