12/6/13


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El libro de las maravillas de la naturaleza violenta.




A los nueve años me escondí dentro de un libro para que no me dieran miedo las tormentas. El libro se llamaba Maravillas de la naturaleza violenta. Me lo compró mi padre después de insistirle. Insistencia frente al miedo. Como consigna no está mal, pero cansa. El libro me resultó útil durante un tiempo. Me gustaban las fotos de nubes de desarrollo vertical. Podía pasar horas contemplando sus diferentes franjas de coloración, cómo pasaban del blanco al cobre empujadas casi por una necesidad fisiológica de derramarse sobre la tierra como habían hecho sus antepasadas y las antepasadas de sus antepasadas. El libro aseguraba que podían medir más que un edificio de diez pisos. Más que una nube era una máquina de guerra que algún ejército persa hubiese construido para amedrantar las ansias conquistadoras de Alejandro.
A los nueve años me escondí en un libro. Se estaba bien allí dentro. Siempre me ha gustado el olor del papel. Ahora, cuando compro uno, lo primero que hago es olerlo. Me paro en medio de la Gran Vía, lo saco de la bolsa y hundo la nariz en sus páginas. La literatura huele bien. La vida no tanto. La vida se empeña en usar productos abrasivos: matasellos, crecepelos, desodorantes, anestesias. Lo bueno (para ella) es que la vida nunca tiene miedo o quizá no encuentre un libro lo suficientemente grande para esconderse. Lo intentaron muchos en el pasado: Tolstoi, Proust, Mann. Aventureros del papel impreso que codiciaban una empresa desmesurada: meter a la vida dentro de un libro. Me apasionan los delicados intentos de Proust y un poco menos, sólo un poco, los de Mann. La primera semana en el balneario estuvo bien pero después me puse nervioso, bajé la montaña y cogí el primer tren. En cambio con Proust te acostumbras a pasear detrás de él por sus caminos de Guermantes. Siempre hace sol. Siempre tiene algo luminoso que compartir contigo. Caben más metros cúbicos de vida en Proust que en cualquiera de los otros.
-Disculpe, caballero, ¿por qué me sigue? –dice Marcel dirigiéndose a ese que debo ser yo.
-Es que tengo miedo.
Marcel sonríe y sigue caminando. Hace lo normal, ¿qué hubiera hecho yo si me llamase Marcel?
Me subo a lo alto de un árbol y prosigo.
-A los nueve años cometí una estupidez que no acabaré de pagar hasta que me muera. Palabras como posteridad nunca deberían haberse inventado. El señor que sube al autobús después de mí es mi posteridad. No quiero más. ¿Entiende lo que le digo?
-Nadie te obligó a esconderte –responde Marcel sin darse la vuelta.
-Conocer las causas de los fenómenos naturales tranquiliza –digo algo nervioso intentando mantener el equilibrio y a la vez resultar convincente para que Proust no se salga de la conversación-. Un rayo no es algo que lance Zeus desde allí arriba porque ese día ande contrariado por no haber tenido sexo. Prefiero una mitología más razonable.
-Lo mejor de Homero es como abre y cierra el día –dice Proust dándose la vuelta pero sin mirarme a la cara. Diría que se ha ensimismado en el vuelo de un insecto de oro.
La frase de Proust resuena en mi cabeza. Abrir y cerrar el día, ¿qué habrá querido decir? ¿se referirá a la aurora de los rosados dedos? ¿será una pista para que acabe de dinamitar la mitología clásica.
Marcel de aleja. Le escucho pronunciar su última frase como si se la dijera al cuello de su camisa.
-La vida y la muerte, la vida y la muerte… Lo de dentro se parece mucho a casi todo.

Desde que me escondí en ese libro me he ido escondiendo en otros muchos a lo largo de mi vida. He ido saltando de libro en libro para despistar al miedo. Hmmm. Aquí hay una novela, oigo cuchichear a Mann. Puede ser, responde Tolstoi a caballo, pero el tipo no sabrá sacarla adelante. Cree que ser intertextual es jugar a esto. Por Dios, que alguien me baje del caballo, tengo los huevos machacados.
Razones no le faltan a Leon. Es más fácil escribir novelas que leerlas; aunque hablo del esfuerzo, no del compromiso. Creo que en el acto de leer hay la misma inteligencia que en el de escribir, lo que pasa es que no hay grandes lectores célebres ni premios de academias suecas que les glorifiquen. El lector es un héroe anónimo, un personaje del que se ríe Tolstoi cuando, subido a su caballo, menosprecia a los lectores que sueñan con debutar.
No estoy aquí como filólogo sino como cobarde: la diferencia es sutil, por muchas risitas que se escuchen al fondo de la sala. Desde los nueve años aprendí a saltar de libro en libro. La imagen se parece a esos rupestres videojuegos de Supermario de principios de los años ochenta en los que el protagonista cruzaba ríos dando saltitos de piedra en piedra mientras salían cocodrilos que se lo querían comer. Yo soy ese fontanero italiano que sorteaba bestias virtuales para atravesar la vida.
¿Qué me ofreció Francisco Umbral a los trece años? Supongo que al abrir Las ninfas me encontré en aquella habitación azul de las masturbaciones que describía con su pegajoso lirismo de provincias. En varios años leí toda su obra hasta la fecha y confieso horrorizado que durante un tiempo quise ser el escritor que él era. Afortunadamente la fiebre bajó pronto. No hubiera dado la talla asistiendo a la presentación de un libro con capa española y bastón. Tenía trece años. Mis amigos leían a Julio Verne y a Enid Blyton. Yo decidí abrir una puerta y me encontré con una habitación azul en la que poder masturbarme sin sentimiento de culpa. Sé que Verne hubiera hecho lo mismo.

Había una niña en el libro de las maravillas de la naturaleza violenta. Una niña de un Estado del Medio Oeste (¿Utah?) que fue alcanzada por un rayo en los años sesenta. Estaba en medio de un campo de trigo, quizá esperando a que su padre acabara con el tractor, quizá jugando con su hermana pequeña a que eran reinas de un país imaginario con coronas de trigo que brillaban bajo el resplandor cobrizo de las nubes. Lo cierto es que estalló la tormenta y el padre no tuvo tiempo de bajarse del tractor y correr hacia ellas. Apareció un rayo que rompió el horizonte en dos. Una de las ramificaciones le alcanzó en una pierna produciéndole una quemadura muy especial. Al día siguiente, el médico del pueblo observaba perplejo el muslo de la niña. La quemadura tenía forma de flor. Los padres no quisieron pensar más en el tema ni sacar conclusiones precipitadas. Era una cosa de Dios y no todas sus cosas se entienden. El médico propuso llevar a la niña al hospital universitario de la ciudad porque jamás, en sus treinta años de profesión, había visto algo así.
Ya no sé hasta dónde llegaba la historia de la niña y dónde empieza la que yo imaginé al leerla. Lo cierto es que hace tiempo que pienso en escribir una novela que nazca precisamente de ese rayo que dibujó una flor de fuego en la pierna de la niña de Utah. ¿Y qué tiene que ver mi miedo a la vida -mis múltiples miedos y mis múltiples escondites- con esa historia? Reconozco llevar varios meses dándole vueltas. Cierro los ojos y veo el rayo. Veo la forma exacta en que se desplegó en el cielo y lo que duró. Pero no veo la conexión. Quizá la niña me quiera decir algo.
La niña tiene ahora 47 años. Vive en un pequeño pueblo al norte de Salt Lake City. Se llama Susan. Su marido, un Sargento Primero de los Marines, la llama Sue y quizá se casó con ella en 1988 por el magnetismo de su tatuaje natural.
La idea es coger un avión y aparecer en Salt Lake City. Allí alquilar un coche discreto y aparecer en su casa.
-Hola, me llamo Luis Fol. Estoy aquí porque a los nueve años me escondí en un libro en el que aparecía tu caso y ahora, treinta y cuatro años más tarde, siento que podría escribir algo con todo eso –le diría a Sue algo nervioso, abriendo y cerrando mucho las manos.
Ella me haría pasar al salón. Al principio estaría también tensa. Nuestras dos miradas coincidirían en la foto de su marido junto a la tele, vestido con el uniforme de gala. Ella se tocaría mucho el anillo de boda y entornaría instintivamente los ojos tratando de entender mi pésimo inglés. Yo soñaría mientras tanto que Susan se levantaba y lentamente se subía la falda hasta la altura del tatuaje. Quizá se acercaba a la butaca donde estaba sentado y levantaba la pierna muy despacio hasta apoyar la punta del pie en mi muslo. Miraría por la ventana y vería el jardín de los vecinos. En él habría un niño jugando con un avión al que le faltaba un ala. Ladridos de un perro en otra casa. El aire batiendo la mosquitera de la puerta. El sonido de mi respiración por dentro. Yo metido dentro de mi cuerpo, escondido, escuchando los golpes de mi corazón, el sonido abisal de mis pulmones hinchándose y deshinchándose, la sangre arrebatada creando corrientes que antes no existían.
-Vengo de España porque quiero escribir una novela que me ayude a dejar de esconderme -le digo al final cuando consigo salir de mis vísceras.
-¿Una novela sobre mí? –contesta Susan llevándose angelicalmente la palma de la mano derecha al pecho.
-En realidad sería una novela sobre el miedo –contesto en un tono mucho más bajo por miedo a que mi respuesta la decepcione.
Después de un rato ya no tendría más que contarle y abandonaría su casa. De vuelta al aeropuerto se haría de noche. Quizá me alojara en un hotel de carretera que pertenece a una cadena nacional. Allí cenaría deprisa intentando no mirar a nadie y después me encerraría en mi habitación hasta que la aurora de rosados dedos de Salt Lake City me despertara.
Por la mañana, en la cafetería, coincidiría con un viajante de comercio que se parecería asombrosamente a Javier Marías.
-¿Le importa que me siente con usted?
El me respondería en español asegurándome ya en la primera frase que no era Javier Marías.
-No soy Javier Marías -dijo el tipo después de un sorbo de café.
-Sé que eres Marías, un Marías disfrazado de vendedor de componentes electrónicos de una empresa del Medio Oeste –le contestaría sagaz.
-¿Y qué si lo fuera?
- Lo eres y estás aquí porque un día me escondí en uno de tus libros, Mañana en la batalla piensa en mí.
-Y caiga tu espada sin filo –respondería de forma maquinal y mirando al aparcamiento-. Escucha, no quiero que albergues la loca fantasía de que vamos a empezar a hablar de mis libros y de que me voy a mostrar cercano, comprensivo y paternal contigo por la única razón de que un día, sin consultar ni encomendarte a nadie, decidiste buscar cobijo en una de mis novelas. Además, no me gusta hablar con mis lectores, me pone enfermo. Además, todo esto es pueril, ¿qué será lo próximo? ¿Aparecerá Tabucchi disfrazado de cocinero mejicano y se sentará a hablar de literatura con nosotros?
-Nunca me escondí en ninguna obra de Tabucchi –le respondería airado.
-Oye, está bien –respondería Marías pellizcándose el entrecejo como un personaje de cine negro con resaca-, te diré una cosa: las novelas no se hacen así, uno no se sienta a la mesa de su escritor favorito y le empieza a decir sandeces.
-Lo fuiste pero ya no lo eres –le diría muy serio mientras hacía girar el azucarero.
-Mejor para mí, una responsabilidad menos. Fin del problema. ¿Alguna cosa más?
-Nada más. He de irme. Mi avión sale dentro de tres horas. Ha sido un placer hablar con usted, hombre que se parece asombrosamente a Javier Marías.
En el avión pensaría en todo esto, en la extrañeza de las cosas, en lo que hace que ocurra algo o no. La extrañeza es un buen material literario. Es la guarnición perfecta para temas grandes como el tiempo o la muerte.
Pero volvería a Madrid sin novela.

Convertir la naturaleza en arte, ¿o es el miedo en arte? Ese es el asunto que me ocupa. Hace pocos meses rebusqué el libro en casa de mis padres. Lo encontré al fondo de un maletero, en un altillo; estaba lleno de polvo y con el lomo desgastado pero seguía siendo el libro de las maravillas de la naturaleza violenta. Dentro seguían viviendo las fotografías de mis nubes y de esos campos infinitos de cereal que me acompañaron a los nueve años. Creo que la literatura es un antídoto contra el miedo. El mejor. Diría que el único que conozco. También creo que tener miedo es un vicio, ¿existen los miedópatas? ¿existirán las máquinas tragaperras del miedo?
Puede que todo se reduzca a que echo de menos tener nueve años. A que nunca podré asumir que dejé de tenerlos y que ya no podrá correr con Susan por ese campo de trigo.
Espero mi rayo. Espero mi flor. Mientras tanto sigo escondido.

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