7/6/13

El chino que hay cerca de casa lo lleva una pareja que tiene un niño pequeño. El hombre siempre está sentado viendo películas románticas en un portátil. Cuando le pago la barra de pan extiende la mano en el aire para que le ponga la moneda encima. No me mira. Simplemente me dice adiós mientras sus ojos siguen fijos en la pantalla de once pulgadas, absorto en los conflictos sentimentales de una pareja que habla su misma lengua tan lejos de casa. A veces paseo por la tienda solo para escuchar el ruido de la nevera de los refrescos mezclado con la banda sonora de la película que está viendo. El niño pequeño me sigue y se ríe. Un día me dio un albaricoque como si fuera una pelota con la que pedirme jugar. Muchos días siento envidia de sus vidas y me gustaría sentarme a su lado y pasar la tarde con ellos rodeado de frutas y bolsas de patatas sin decir nada. Cuando estoy en su tienda siento una paz difícil de explicar, como si la realidad se hubiese quedado atada a una farola en la calle, esperándome inquieta como la perra estúpida que es.