25/5/13

Una teoría es que el viento arrastra en suspensión partículas eléctricas que van directamente a nuestros campos de neuronas. Allí dentro puede que todo suceda como en los prolegómenos de Hansel y Gretel (dos inocencias trotando por un bosque) o que realmente se desencadene una tormenta agria y estruendosa que acabe por encender el embrión congelado de los recuerdos. El proceso es similar al revelado fotográfico, salvo que en vez de cubetas hay un espejo de marco barroco sobre el que se proyecta la imagen, mientras del otro extremo del bosque llega una melodía ahogada que tardaremos en calibrar si trae paz o espanto. En esto pensaba sentado cerca del mirador y con la ventana abierta: en los trabajos que realiza el viento, aparte de los otros que regulan con meticulosidad burocrática la vida de océanos, semillas e insectos. Puede que en sus ratos libres (o por puro aburrimiento) se dedique a rozarse de forma aleatoria con las cosas y a transportar su olor varios metros o miles de kilómetros. Por eso, mientras los estores del salón se inflaban como velas romanas, me vino el olor de un pequeño puerto del sur de Lanzarote. No creo que ningún fenómeno atmosférico tenga la suficiente inteligencia emocional como para satisfacer puntualmente la necesidad de nadie ni decisión para hacer revivir emociones tan concretas. El planeta es un gran bombo de lotería que, dependiendo del giro, deja caer la suerte de uno u otro lado. La mía fue un olor que me devolvió a ese puerto en la tarde en que vi ondeando con furia la diminuta bandera neozelandesa de un velero amarrado. Una pareja caminaba por cubierta. La mujer llevaba un perro en brazos y un pañuelo en la cabeza cuyos picos también serpenteaban. Aunque no podría decir mucho más de ellos. Esto es todo lo que me trajo el viento.