14/5/13

Tengo varios amigos que viven en Malasaña y me resulta curioso que todos ellos tengan una sensación de pertenencia que va mucho más allá de la simple idea de barrio que he podido tener yo de todos los sitios en que he vivido. Nueva York inventó lo del state of mind, una especie de micronacionalismo no combativo que reivindicaba la construcción interna de un espacio imaginario en el que vivir. Aunque creo que el verbo vivir se queda corto en este caso, puesto que hablamos de ese lugar propicio en el que desarrollar una existencia en la que confluyan lo exterior y lo interior, una especie de urbanismo emocional para gente con inquietudes. Puede que lo más cercano que tengamos en España sea ese conjunto de calles estrechas y plazas que se han convertido en el parque temático de nuestra modernidad local. El boom de la movida madrileña lo llenó de locales en los que se podía escuchar la música underground que se hacía en Europa y en Estados Unidos. Con la música también llegó la leyenda negra: la heroína que se podía comprar en la plaza del Dos de Mayo, las peleas y las reyertas nocturnas que hicieron de la zona un pequeño Harlem hasta mediados de los noventa. Después llegó la reconversión. Barrieron a los moros que trapicheaban con caballo y comenzaron a abrir tiendas ecológicas, talleres de artesanía reciclada y restaurantes vegetarianos regentados por gays excesivamente intimistas que entraban en trance al recomendarte un plato de la carta. No digo que sea mejor o peor que antes, simplemente es otra cosa. Las ciudades nunca dejan de cambiar. En eso no pueden negar que sean creaciones humanas.