16/5/13

Te gusta la soledad de los canales temáticos en los que puedes comer insectos con una mujer de pelo corto en un restaurante nocturno de Tailandia, sentarte a su lado sin que te pregunte nada y masticar saltamontes caramelizados mientras las camareras con delantales verdes revolotean por el local bajo la luz de unos fluorescentes que te hacen sentir en otro mundo. Lo estás. Y ellas sonríen para ti porque saben que has saltado por encima de tu asco para meterte eso en la boca, pero que hacerlo no te hará sentir mejor: tu tristeza seguirá intacta aunque comieses madera o te liases a bocados con los cuadros de embarcaciones antiguas que cuelgan de las paredes. Y ese planeta artificial se expande en tu cabeza y te lleva a seguir a la mujer que, después de acabar con los insectos, se levanta y camina sin prisa entre unos puestos que exhiben finas tajadas de carne de caimán, iluminadas por la intimidad de unas lámparas de gas que se balancean bajo la lluvia. Esa soledad te resulta familiar. Quizá concuerda con otra de tu infancia que hasta ese momento no entendías y que ahora, paseando por esa tierra extraña, te tiende la mano para que se la des y compruebes que ya no está fría.