12/5/13

Para ser un país de católicos que cada vez van menos a misa, la Iglesia tiene cada vez más poder. Trasladando este asunto a algo más terrenal que fuera fácil de entender, se me ocurría pensar qué pasaría si todos los que somos clientes de Movistar en España decidiésemos dejar de hacer llamadas pero, a la vez, continuásemos siendo clientes de esa operadora. Llegaría un momento en que, a pesar de los planes de tarifa plana, la compañía se vería obligada a cerrar. Sé que los planteamientos de ambas corporaciones son distintos y que mientras uno vende comunicación la otra vende un intangible que es extremadamente complejo de comercializar y que afecta a infinitos órdenes de la vida privada y también de la pública. Quizá sea ese el problema. Movistar se contenta con hacer anuncios que te pueden gustar o no y a marcar una política de ofertas y precios pensada para obtener el mayor beneficio posible. La Iglesia ofrece una serie de productos y servicios espirituales y una serie de recompensas a largo plazo que sus fieles aceptan y comparten, pero que se asientan a la fuerza en el ideario total de la sociedad. Sin embargo, para asegurar su subsistencia debe recurrir a la ayuda del Estado, aunque no me extrañaría que en un futuro copiaran los modelos comerciales de cualquier otra gran compañía. Lo terrible, fuera ya de las analogías, es que la Iglesia ha bendecido históricamente todas las atrocidades de la derecha en España. En su santa alianza particular han hecho y deshecho, han intervenido en la vida privada de los españoles que, católicos o no, hemos tenido que soportar su presencia y su influencia más allá de la propia fe. Conseguimos ser un Estado aconfesional, pero en la práctica solo es un texto perdido en un libro que nadie lee, algo que desmienten las intrusiones del poder religioso en la vida política y mediática que observamos a diario y en dolorosa progresión geométrica. La Iglesia posee grupos de comunicación y lobbies de opinión que actúan en las decisiones públicas, en el ascenso o caída de corrientes de pensamiento y hasta en la demonización o glorificación de leyes que después nos afectarán a todos, pertenezcamos o no a su confesión. Sigue pareciendo un pecado que alguien se proclame ateo, aconfesional, laicista o simplemente no necesite más preceptos que los que le dictan su ética o sus valores. Lástima que además resulte tan difícil darse de baja, en eso también se parecen a los de los móviles.