5/5/13

Mayo eran claveles rojos pisoteados en un corredor, y también blancos, y una imagen de la Virgen con manto celeste y mucha purpurina que jugaba a hacer equilibrios en una pared. Las canciones a María se parecían a las que escuchaba en casa, por la radio, o en el tocadiscos de mi padre; había un fondo amoroso excesivamente melódico, y también por la tristeza, aunque aquellas fueran compuestas por religiosos que habían estado en El Congo o en misiones perdidas en América. Es de suponer que se llevaron su guitarra de tapa gastada en la funda de tela escocesa con cremallera para cuando llovía mucho y había que estar a cubierto y echaban de menos sus pueblos de Zamora, Soria, Salamanca, León, sus raíces castellanas y un modelo de fe que en ese otro continente se resquebrajaba o se desdecía del modelo que aquí les habían enseñado. Miles de ermitas pequeñitas / cobijan tu imagen, Señora / y cosas así escribían en sus libretas con letra diminuta y los acordes encima, Lam, Si, Do7, Mi, para que después las cantásemos en clase o en esos corredores de losas jaspeadas que en mayo se llenaban de arañazos rojos de la sangre metafórica de María representada por pétalos de claveles destrozados que mi madre y otras madres compraban en los puestos del mercado o a las gitanas que montaban sus tenderetes en la Plaza de Chamberí. Al acabar la ofrenda salíamos corriendo al patio a encontrarnos con lo indiscutible: el sol, las golondrinas histéricas que hilvanaban el rectángulo de cielo de Madrid que nos correspondía, y esa infección rabiosa que recorría nuestros cuerpos al ser sometidos por las fuerzas de ocupación de la primavera.