25/5/13

Los buenos escritores ofrecen un lugar habitable en su obra. Da igual que sea Austerlitz, el fondo del cielo o una remota isla austral en la que estaremos a merced de seres imaginarios que querrán alterar nuestra paz con preguntas hipnóticas como un baile de relámpagos. Ese espacio propio, promovido involuntariamente por el autor, nos permite utilizar sus palabras para desarrollar nuestra propia vida. Así, muchas veces, mientras leemos la descripción de un paisaje, abandonamos el hilo de la narración para desviarnos por los caminos que nos llevan a saber más sobre las sombras que apilamos torpemente con la excusa de analizar otro día, uno que quizá tarde demasiado o simplemente no llegue. Las mejores novelas contienen esos pasadizos en los que alguien ha colocado antorchas crepitantes que esperan nuestra mano con la esperanza de que la expedición conduzca al descubrimiento. Los escritores que no lo consiguen pretenden atarnos con cinta aislante a su espalda para ejercer de guías indeseados que van señalando con el extremo de su bastón lo que debemos o no debemos admirar. Estos viajes acaban en el hastío, y cuando nuestros pies vuelven a tocar el suelo nos alejamos sacudiéndonos el polvo de la ropa y lamentando que nuestros dedos no alcancen a poder hacerlo con el que se alojó dentro.