26/5/13

La vida de alguien que escribe es ridícula. Telegrafista en un pueblo abandonado cuyo cielo es horadado a redondeles por pájaros que se ríen y esperan. El empleado de nadie permanece sentado en su silla a la espera de una señal, ese impulso eléctrico que viene de la nada y tiembla hasta ser transferido a palabras. La transubstanciación pagana produce risa a los pájaros (estertor lejano de ave que ve el mundo como el tapiz que tejió un idiota) pero el escritor posa las palmas de sus manos en la mesa y se convierte en estatua de sí mismo porque su fe le cuenta mentiras al oído. De ahí sus dificultades para convivir en un mundo práctico en el que se han de desarrollar destrezas para rentabilizar la relación con los demás como se aprovechan las pipas de una calabaza puestas a secar al sol. La vida de alguien que escribe cabría contada en la tapa de un yogur, si no fuera porque ningún fabricante en su sano juicio supondría en ello ningún interés para ojos que, en ese momento, pacen como bueyes castrados alejando la muerte a lametones. Y también es solitaria, aunque si buscas bien en sus cajones encontrarás cosas envasadas al vacío que pertenecieron a muertos. El escritor las alza a contraluz y contempla sus venillas aplastadas y todas las ramificaciones orgánicas de lo que antes fue la vida y ahora es solo carne paciente que espera ser contada.