3/5/13

Estoy escribiendo una novela. Escribí otra en 2009 que duerme en un cajón imaginario. Prefiero que sea así, en las tripas del ordenador, que no soportar su presencia en papel para recordarme que aquello no fue a ningún sitio. Las primeras novelas sirven para eso, para que venga otra que la desdiga y limpie su fracaso, o por lo menos se aúpe un poco más alto. Escribir es un síntoma de ingenuidad. Hacer eso con tu tiempo es autoconvencerte de que no has crecido y que crees en empresas imaginarias de las que no sabes cómo empiezan, cómo se suceden ni cómo acaban. Nada se conoce. No hay mapas ni certezas, solo una luz difusa hacia la que te diriges dando tumbos. Murakami corre no sé cuántos kilómetros al día cuando escribe una novela. Dice que el fondo físico es fundamental para soportar la tensión y la fatiga mental de la escritura. Yo no. Ayer monté una mesa de Ikea y hoy tengo agujetas en todo el cuerpo. ¿Qué novela saldrá de un cuerpo tan precario? Aquí estoy, escuchando el centrifugado de la lavadora que me recuerda desde el tendedero que la vida seguirá con o sin las palabras que escriba. Eso es bueno. Escribir no es un acto mágico. Prefiero pensar que es una función corporal que he asumido sin la mayor trascendencia. Espero que esta vez llegue a lo que espero, que pasados unos meses pueda decir: era esto, o algo muy parecido, y que mire atrás y vea el hilo tenso que me llevó tan lejos.