10/5/13

A veces, para darme ánimos, imagino que han pasado algunos años y me hacen una entrevista. Suelo hacerlo cuando recibo un correo de una editorial rechazando amablemente lo que les envié. Y digo amablemente, aunque se debería inventar otra palabra que definiera mejor esa cortesía precocinada que encierran las respuestas automáticas para dar malas noticias sin que duela. Han pasado diez años y estoy en Río de Janeiro. Mi última novela va por la quinta edición allí y mi editor ha organizado un acto en la Embajada de España. He viajado con mi mujer. Mis hijas ya no se prestan a acompañarme a estas cosas. Nuria se perfila el labio superior con un stick de color cereza frente al espejo del ascensor del hotel. Todavía estamos aturdidos por el vuelo, el cambio horario y la cena autóctona de anoche que nos hizo levantarnos de madrugada a por un sobre de Almax que disolvimos en un vaso de agua con gas del minibar. Suena una versión de Insensatez que parece haber sido hecha por un alienígena que nunca escuchó un disco de Jobim. Hace tanto calor que siento resbalar las gotas de sudor desde las axilas, como si hubiesen organizado un campeonato de saltos al vacío sin mi consentimiento. Hemos quedado con mi agente en un bar falsamente tropical con camareras que parecen putas de lujo de los noventa. Nada más verme me dice que hay una ong pro Amazonas que quiere que lea un poema subido a una canoa. Es un acto de reivindicación que será retransmitido en streaming y después alojado en su web. Trato de imaginarme recitando un poema de pie, en una canoa, mientras espanto a los mosquitos con la mano libre y un cámara me graba y hago equilibrios para no caerme y que después el vídeo corra por la red y me condene a chistes y montajes sucesivos en programas de humor de todo el mundo. Declino la invitación. Después me cuenta que uno de los principales bancos de Brasil quiere utilizar un texto mío para un anuncio. Mi agente me dice que piense un precio. Una mujer con un perro en brazos se acerca a la mesa para pedirme que me haga una foto con ella. Me levanto y poso. Mientras el caniche me lame la mano, sonrío e intento calcular cuánto pueden valer ochenta y cuatro palabras para un banco brasileño. A los quince minutos viene el equipo de la entrevista. Son de un canal de cable. Todos parecen muy jóvenes. Sonríen al verme como si fuese un personaje Disney. Puede que lo sea, que lo que hago me haya convertido en un muñeco amable que escribe y saluda a la gente. Quizá tenga que ser así. La entrevistadora habla conmigo y me plantea si prefiero que sea allí mismo o que grabemos en la habitación. Digo que allí está bien, y le señalo una pecera estrecha y alargada que hay en uno de los extremos del bar. Mientras me levanto, miro a Nuria y le digo con los ojos que la quiero, pero también le digo que no sé que hacemos ahí y que quizá no fuera esa la vida que imaginaba cuando hace mucho tiempo le mandaba cosas a las editoriales soñando que dijeran que sí.