30/4/13

(Fragmento de la novela que estoy escribiendo, Un grano de sal en la lengua del tiempo, si alguien me quiere dar su opinión será bienvenida)


Veo que sigues siendo un niño. ¿De qué te vale saber, si todo lo que pasó ya ha pasado? No hace falta que te diga a estas alturas (debes andar por los cuarenta, ¿no?) que en la vida unas pocas veces haces lo que quieres y el resto, lo que debes. Tu madre hizo lo que tenía que hacer, ni más ni menos, como tú lo harías por tu hijo, si es que lo tienes.
Tu madre fue una buena mujer y eso es lo que cuenta. Cuando apareció aquel día en el hotel traía bajo el brazo un contrato firmado para seis conciertos. Yo mismo coloqué los carteles en el bar de madera y en los pasillos de la entrada. Marcia Föl en concierto, ponía. Ahora que lo pienso nunca le pregunté de dónde salió su nombre artístico y, sobre todo, lo de la diéresis. Supongo que alguien le dijo que así parecía una cantante nórdica y que le daba más misterio. Yo que ella me hubiese quedado con el suyo, Lucía, mucho más sencillo y más bonito. Lo que pasa es que en aquella época éramos tan horteras en España que creíamos que lo de fuera siempre era mejor. Recuerdo aquellos carteles como si fuera hoy. La foto era bonita porque era un primer plano de su cara. Tenía la mirada perdida y ladeada pero a la vez no podías dejar de buscarla con la tuya. Marcia Föl en concierto, con letras plateadas, y debajo, en letra más pequeña decía que era la cantante revelación del año y que sus canciones se habían escuchado en no sé qué programa de radio. La noche siguiente Salcedo me mandó sacar los focos verdes de cuando había conciertos y me hizo retirar las tumbonas antes de cenar y colocar las mesas de velador junto al escenario. Se le veía nervioso. Andaba por el hotel restregándose las manos y metiéndose en todo. Esta lámpara está torcida, Pollito. No sé que hacen allí esos salvavidas en el suelo. He visto una jodida telaraña en la puerta de los vestuarios y no sé cuántas cosas que repetía a todas horas hasta que te estallaba la cabeza.
A eso de las diez empezó a sentarse la gente y a pedir leches merengadas, granizados y cubalibres. Hacía una noche hermosa. Había estrellas bien gordas en el cielo que parecían temblar si te las quedabas mirando un rato. Olía a mar y también a todas las flores que había en la terraza. Tu madre salió al escenario con un vestido violeta que brillaba mucho. Salcedo contrató para la ocasión a un pianista que vivía en Alicante, un negro que tocaba muy bien aunque siempre andaba borracho. Se atenuaron las luces y tu madre empezó a cantar después de saludar al público y agradecerles que estuviesen allí. Yo estaba junto a la caseta de la piscina y recuerdo que no me hicieron falta más de veinte segundos para saber que nunca triunfaría. Las letras estaban bien. Tenían fuerza. Hablaban de mujeres como ella, luchadoras solitarias, desengañadas, heridas y románticas hasta más no poder, mujeres tristes que sin embargo creían en la vida. Pero la voz no le acompañaba, Andresito. Sé que era tu madre, pero te lo tengo que decir. A duras penas logró terminar su actuación y salir pitando del escenario. Salcedo, que era más listo que el hambre, había dado órdenes de poner música bien fuerte justo cuando se estaba yendo, así se amortiguó un poco la sensación de vergüenza ajena que nos quedó a todos.