3/4/13

Sucede frente a una tapia. Colecciono señales que ponen fin del camino o calle sin salida y lo hago por el placer de ver cómo se rompen solas cuando escribo. El proceso no es instantáneo. No saltan en pedazos al pulsar las teclas. A veces tardan años y hay que seguir insistiendo a pesar de que llueva o de que apenas haya luz suficiente para distinguir la a de la s. Nunca me he quejado. Elegí esto quizá porque no tenía a mano otra cosa o porque desde pequeño sentí que estaría expuesto a algo que los demás no entenderían ni podría figurar en sus conversaciones. Recuerdo la mesa del despacho de mi padre y su Olivetti de color verde, alta como un tanque y esperando a que mis dedos percutiesen y luego comenzasen un viaje de descenso, una exploración destinada siempre al fracaso. Una mañana que nevaba me senté frente a ella. Mi padre fumaba al otro lado de la casa pero llegaba el aroma del tabaco negro mezclado con el calor vaporoso de la calefacción. Enfrente había un convento y una torre con campanas. Sentí que debía contar eso, que alguien me lo ordenaba al oído: habla desde dentro, pasa lo que ves por tus zonas más oscuras y deja que luego salgan las palabras. Pulsé una h y su grafía se marcó en el papel como un disparo. Después hice lo mismo con otras letras mientras la nieve seguía cayendo fuera. Así empieza todo. Un hilo que asoma, dos ojos que se instalan en un túnel blanco, una carretera que nadie sabe a dónde lleva y que sin embargo sigues con rabia y con la lengua fuera y a ratos chillando o llorando o cantando canciones que te inventas para no tener miedo. Escribo frente a un muro. Cada palabra es un rasguño en la pared. Hay que juntar millones para que se produzca una grieta y después tener fe para que venga la siguiente y luego otra, y no tener prisa, porque sabes que no hay ningún sitio al que llegar ni nadie que te espere con flores como a esos hombres en blanco y negro que corrían en Le Mans.