7/4/13

Lo que queda después se parece a lo que escupe el mar tras un naufragio: restos de imágenes inconexas que la razón extiende en el suelo con el ánimo ingenuo de encajar. Nada de lo soñado vuelve a tener forma o al menos esa forma que le exigimos a la realidad. Por eso es normal que no sepamos qué hacer con la secuencia del niño que subía unas escaleras dentro de una iglesia que nunca existió o la del campo de batalla de un pasaje de la Biblia en el que nuestra piel tenía las mismas tonalidades que en la ilustración de un libro que vimos una vez pero ya no recordamos. Llevábamos una armadura de cobre y luchábamos al amanecer. Resultaría catastrófico pensar que podemos mandar en nuestros sueños, que nuestras virtudes y destrezas alcanzan para un gobierno completo en la tierra de lo sinuoso. Lo acertado es dejarlo así. Salir de ellos como las bailarinas salen del escenario cuando deja de sonar la música y cae el telón, sin saber si los aplausos son forzados o hemos conseguido despertar la belleza que dormía en el aire. Cualquier exceso de soberbia por nuestra parte sería utilizado la noche siguiente por el otro, el que vive de nuestros restos, el chatarrero de las desventuras que acumulamos en la habitación cerrada al sol, el que sin abrir la boca nos deja claro quién manda. Durante el espacio libre hasta el próximo sueño podemos celebrar la complejidad de la vida, girar el caleidoscopio hasta saciarnos o simplemente dejar que las imágenes se vayan sucediendo ante nuestra incredulidad y nos tomen por lo que no somos. Dejaremos que jueguen y nos enseñen a mirar todas las vidas que el tiempo nos permite vivir en la nuestra.