1/4/13

Lo malo de los supervillanos de la vida real es que no siempre acaban derrotados al final del capítulo ni puedes escuchar su risa maliciosa con eco perdiéndose más allá del horizonte mientras la parte más infantil de ti se alegra y se acomoda tibiamente en el sillón pensando que la vida está regida por algo parecido a la justicia divina o quizá un sucedáneo dulzón que nos salva de los abismos. Los de la vida real ganan casi todas las historias que protagonizan. El problema es que sus superpoderes se basan en una ausencia total de ética y están diseñados para enfrentarse a personas normales que no desayunan kriptonita ni levantan trenes de pasajeros con una mano. No hablo de grandes líderes políticos ni de magnates. Me refiero a los supervillanos de andar por casa que todos conocemos. Cada uno que le ponga cara al suyo. La descripción del mío más cercano me la reservo para no aburrir a nadie. Solo diré que después de haberle perdido de vista hace ya tiempo me visita a veces un poso helado, una superficie vítrea que me devuelve mi imagen temblorosa. Incluso lejos de su presencia (o de su sombra, debería decir) hay noches que siento sus vibraciones en el aire, una presencia grasienta y oscura que me desvela. Sé que el mal entra en nuestros atributos de serie. Venimos de fábrica con todo lo necesario tanto para lo uno como para lo otro. ¿Qué se tuerce en el camino para que la balanza se incline del peor lado? ¿Qué placer hay en hacerle la vida imposible a los demás, en obstinarse en su desconcierto, en su sufrimiento constante y pormenorizado? Los padres de la generación de los sesenta y setenta les decían a sus hijos que es mejor ser un cabrón que un gilipollas, lo que no nos dijeron es que se puede ser feliz sin ser ninguna de las dos cosas.