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Las mujeres se miran las uñas en los semáforos. Apoyan suavemente el dedo pulgar en la parte baja del volante mientras el índice repasa su contorno quizá buscando una cutícula que sobresalga o simplemente por el placer de deslizar la yema por el filo esmaltado. Este ritual supone una escapada al mundo interior. En ese momento es fácil pensar en asuntos que difícilmente serían abordados en una conversación rutinaria: solo son concebibles en un monólogo que tenga lugar en alguna sala escondida del palacio de la intimidad. Si es de día, la superficie pintada brillará por el reflejo de la luz que entra en el coche. Si ya está atardeciendo y además llueve, emitirá un leve destello que podría confundirse con el resplandor súbito de una gota que se desliza por el parabrisas creando un reguero que siempre resulta magnético a la mirada del que ocupa el asiento de al lado. Cuando presencies algo así es mejor que no digas nada. Disfrútalo en silencio y no caigas en la tentación de apremiarla porque el semáforo ya esté en verde. Ten en cuenta que no siempre pasará. Ni siempre estarás a su lado para presenciarlo.